viernes, 11 de mayo de 2012

Monseñor Luis Infanti de la Mora, osm Derechos humanos en el Chile de Hoy 23 de abril de 2012


“La “tortura” que hirió gravemente a Chile décadas atrás, con las violaciones a los derechos humanos e hirió la dignidad y el alma de Chile, podemos decir que hoy sigue presente entre nosotros, aún cuando tenga rostros, estilos y estrategias diferentes. Pero es una tortura igualmente ofensiva, inhumana e inmoral, porque hiere gravemente y margina a amplios sectores sociales y desespera a tantos hermanos y hermanas que buscan su dignidad y sus derechos.
Yo la llamaría la “Tortura del Poder”: un poder económico, un poder político y un poder judicial que crea excluidos y marginados de la dignidad y de los bienes que Dios ha creado para todos.
La tortura del  poder económico, que se cree dueño de los bienes de la tierra. Sobre todo de bienes indispensables para la vida (no solo humana) como el agua, los alimentos y la energía.
La tortura del poder político, que busca descarnadamente permanecer en el poder para que prevalezcan sus ideales, sin preocuparse de lo que opinen y sientan las personas, marcando cada vez más una distancia entre la mayoría de los políticos y su pueblo.
La tortura del poder judicial, que interpreta las leyes siempre en bene‑cio de los poderes económicos y políticos. Entonces, la persistencia de estos poderes llega a ser una real tortura para la dignidad y los derechos de las personas.
 Los derechos a la libertad y a la igualdad, los derechos a la solidaridad y a la participación, en una palabra, los derechos a la paz, son un proceso histórico que marca generaciones de derechos que van ayudándonos a tomar conciencia cada vez más que la dignidad de la persona no es violada sólo al ser torturada o al ser asesinada  físicamente, sino que también es violentada paulatina y persistentemente, a través de hechos que le quitan valor y dignidad a sus búsquedas, a sus ideales, a sus sueños, a sus proyectos.
Ciertamente el virus de la tortura surge del orgullo de sentirse unos superiores a otros. Surge del egoísmo del tener unos más que otros. Surge del creerse y sentirse como dioses, dueños y señores de la vida y de los bienes que Dios, dueño de la vida, ha regalado para todos.
 Es la tortura de la exclusión, que experimentamos en tantas expresiones políticas: lo vemos en la Constitución misma del Estado, en el binominal, en tantas expresiones donde unos quisieran ser dueños de los demás, excluyéndolos.
Tortura de la exclusión, que la vemos en tantas expresiones sociales: cuando la ciudadanía, efectivamente, no tiene acceso a las decisiones relevantes del país, ni siquiera hay posibilidades de plebiscitos vinculantes; cuando se desalienta  a las organizaciones sindicales; cuando  el derecho a la vivienda, a la educación, a la salud, al trabajo son más un privilegio para algunos que un derecho esencial para todos.
Tortura de la exclusión, que la vemos expresada en realidades étnicas: por ejemplo en grupos sociales como los hermanos Mapuches o los migrantes, sobre todo latinoamericanos, que también son bastante excluidos de la mesa común de nuestra Patria.
Tortura de la exclusión, que la vemos incluso a nivel territorial: con un centralismo político exagerado, sin considerar la diversidad y las distintas necesidades de las varias regiones o sectores del país. Tortura de la exclusión, que la vemos especialmente en los bienes: como insistimos permanentemente, a través de la privatización y especialmente de la mercantilización de los bienes comunes, esenciales para la vida y la dignidad de la persona, como el agua, los bosques, los mares, los minerales, la energía,  las comunicaciones, los bancos, …
Son derechos que exigen dignidad: de la persona, de las comunidades, de las culturas, de los pueblos miembros ya de una sola humanidad, que vivimos como una sola familia, en una casa común que es nuestro planeta, que percibimos y experimentamos cada vez más enfermo, deteriorado, depredado, cada vez más invivible y que deja profundas interrogantes para la “vivibilidad”, especialmente de las futuras generaciones.    
La violación de estos derechos son ya una violencia grande, una tortura, que cuestiona y desafía nuestra ética, nuestra espiritualidad, nuestra fe, y va incubando un potencial de indignación y de mayor violencia  entre sectores sociales y entre pueblos.
… Siento que es un desafío urgente y exigente ayudar a nuestro pueblo a tomar conciencia de su dignidad y de sus derechos, porque la convulsionada sociedad en que vivimos quisiera llevarnos por otros caminos, y es justamente esta tortura del poder que hablábamos antes, la que se siente más molesta e indignada cuando el propio pueblo empieza a tomar conciencia de sus derechos y empieza a exigirlos, porque con ello hace tambalear este poder excluyente, hasta derrumbarlo”.

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